Durante los últimos 20 años del siglo pasado, para no ir más atrás, los procesos electorales en Bolivia tenían invariablemente más frentes que los que el sentido común entiende para un país tan poco poblado. Se adoptó el sistema de “papeleta multicolor y multisigno” por que era inmanejable el anterior sistema, en el que el elector introducía en un sobre la papeleta correspondiente a su preferencia. La logística y la seguridad electoral eran complicadas. Había que asegurarse de tener suficientes papeletas de todos los frentes y en todos los recintos. Evitar que las oculten, las roben, etc. Con 10, 12 o 14 frentes distintos era complicadísimo.
Más allá de
la anécdota, veamos porque habían tantos frentes. Tanto la izquierda como la
derecha estaban divididas en pequeños grupos, cada uno convencido de ser el
portador de la verdad única y de las soluciones para el país. Esta atomización
era particularmente evidente en los partidos de izquierda, que participaban en
todas las elecciones sin aspirar realmente a la presidencia (el candidato a presidente
podía ser candidato a senador, al mismo tiempo). La derecha tenía frentes
relativamente más grandes. La realidad mundial giraba en torno a la
globalización y el neoliberalismo. Sin embargo, invariablemente habían 3 o 4
frentes que representaban mas o menos la misma propuesta. No concertaban nunca
antes de las elecciones, pero lo hacían siempre en el Congreso Nacional, donde
se elegía al Presidente en una suerte de segunda vuelta calificada.
La llegada
al poder de Morales y compañía en 2005, fue un proyecto iniciado bastantes años
atrás. Se hizo un trabajo de hormiga, formando cuadros, adoctrinando con mucha
fuerza en el área rural, reconduciendo los liderazgos de trabajadores, mineros
y campesinos, posicionando e implantando en el imaginario colectivo los conceptos
y preconceptos que esta gran estrategia determinaba. Para muestra un botón: el
satanizado decreto 21060, que fue un mal necesario y determinó el rescate de la
república de la debacle hiperinflacionaria de los 80, está vigente y sin
alteración 40 años después, pese a la “transformación” y el “proceso de cambio”
que Bolivia ha vivido.
Una virtud
del proyecto populista que sorprendió en 2005 fue la capacidad de aglutinar a
todas y cada una de las pequeñas facciones de la izquierda nacional, que hasta
el presente son parte del MAS, o fueron fagocitadas, digeridas y metabolizadas
hasta su desaparición.
Mientras
tanto, la llamada “derecha” sostuvo su permanencia en el poder mutando el color
y la sigla cada cuatro años. Nombres más, nombres menos, los acuerdos de
gobernabilidad mantuvieron, por conveniencia o por necesidad, a los mismos
actores rotando en la administración estatal, el legislativo, o en sitiales de
privilegio en el ejecutivo.
En 2003, la caída
del gobierno de Sanchez de Lozada se llevó consigo a buena parte de este
esquema político y burocrático. Tal como estaba coreografiado, Carlos Mesa y
una nueva camada de actores entró en escena a ocupar los vacíos, pero no heredaron
las estructuras partidarias, la base política o la trayectoria y experiencia
que, en las artes políticas, son el verdadero patrimonio. La irrupción de un
proyecto nuevo, fuerte y hegemónico a partir de 2006 es una consecuencia
lógica.
14 años después,
no se rearticularon o refundaron los instrumentos políticos (nítidamente, no se
repensaron), no se materializaron proyectos ideológicamente claros, o
capitalizaron políticamente las demandas diversas de la sociedad. El ambiente
fue particularmente hostil. Persecución política y judicial, exilio y cárcel para
los elementos más visibles, y el permanente baile al son del poder, hicieron
que sea de verdad escaso el desarrollo político de alternativas.
En las
últimas elecciones participaron hasta por ahí los partidos sobrevivientes, como
UN y Demócratas, que no fueron trascendentes en la última legislatura
(arrollados por los 2/3) y así les fue en el proceso electoral. Los demás no
pueden ser considerados partidos sino solamente siglas, que no tienen
estructura política, presencia nacional, y hasta resignaron por completo su
base ideológica, para conseguir subsistir en base a alquilar su personalidad
jurídica.
Así llegamos
a Noviembre 2019. Sin fuerzas políticas mínimamente sólidas, sin ninguna
articulación, sin fundamento ideológico o al menos programático. Tras la
renuncia y huida del dictador nos encontramos en un vacío tan grande que es increíble
ver que el imaginario colectivo cifre todas sus esperanzas y expectativas en
una persona, indudablemente valiente, que probablemente tuvo la mejor intención,
pero solo una persona, que no contaba con el mínimo respaldo (hoy es “valientemente”
insultada).
La ilusa
demanda ciudadana de unidad demostró ser inviable. Las fuerzas de oposición al
MAS están dispersas, y responden exclusivamente a individuos, ni siquiera
caudillos, extremadamente vulnerables a egos, limitaciones humanas, ambiciones
personales, compromisos minúsculos que pesan demasiado, y el resultado es el
que refleja el cómputo electoral.
El Mas es
producto de varias décadas de trabajo y construcción, no solamente local, sino
mundial. Es el instrumento de muchos y muy grandes intereses.
La llamada “derecha”,
que es el pseudónimo elegido por el mismo MAS, son proyectitos de voto útil, de
“valientes”, de campañas por twitter y en pijamas, y de caravanas “multitudinarias”
que destrozan las malditas encuestas vendidas. Podían construir “unidad”, pero
temo mucho que solo serían otra anécdota, talvez más vergonzosa, y que solo
serviría para respirar por la herida en “unidad”.
Bolivia
necesita recuperar mucho tiempo perdido. Es necesario construir verdaderos
proyectos políticos, y es una labor que va mucho más allá de intereses
regionales, sectoriales o de aspiraciones personales. No hay por que desechar
todo. Sería un error. La renovación es imprescindible, los jóvenes aportan con
modernidad y pensamiento fresco. La experiencia y sabiduría de los viejos
políticos es invaluable, siempre y cuando sea constructiva.
Hubo fraude
electoral? No lo sé. No importa.
Hector
Castro G. * 24 Octubre 2020
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