En Octubre
de 2018, el ex Presidente Jaime Paz Zamora afirmaba que “los bolivianos tenemos
un dolor profundo en el corazón, una brutal derrota en las manos y dos
candidatos…eso es todo lo que nos dejó La Haya”.
Carlos Mesa
lanzó su candidatura más o menos 23 segundos después de retornar del
estrepitoso fracaso en el que Bolivia perdió el mar, por segunda vez. Como
muchos, lo hizo después de repetir unas 638 veces que no sería candidato a la Presidencia,
pero es legítimo y completamente natural que cambie de opinión.
Los líderes
de oposición iniciaron rápidamente el golondrineo infructuoso alrededor de una
figura que causaba inusitada expectativa. Una aparición memorable en la
televisión chilena y una ciudadanía francamente aburrida del régimen que dejó
de respetar las leyes, la constitución y las buenas costumbres, provocaron una percepción
de sí mismo que determinaría su línea de comportamiento.
Los partidos
políticos agonizaban, y como cualquier ecosistema, en una suerte de
autodefensa, la sociedad encontró una nueva forma de representación colectiva y
surgieron las “agrupaciones ciudadanas”. Se desarrollaron y simultáneamente mostraban
un enorme potencial para proyectar nuevos liderazgos. El impune e infame
irrespeto al referéndum del 21 F era el combustible natural para la
movilización y organización ciudadana.
El masismo,
con notable habilidad política, sacó de la galera un recurso totalmente inesperado:
las primarias. Instaló el oxígeno, el desfibrilador y los respiradores para los
moribundos partidos políticos. Fieles a su código genético, los políticos
privilegiados por no haber sido exiliados, presos o proscritos, acudieron
afanosos a la ceremonia de resurrección. Todos juntos y de la mano firmaron la
extinción de las plataformas ciudadanas, en franco crecimiento, y se impusieron
como los únicos y raquíticos representantes del alma política nacional.
En la
coreografía masista brillaba el nuevo gran candidato, que se movía sobre un
minúsculo taxi partido, que sobrevivía gracias a un contratito de alquiler de
su sigla. Así transcurrió la campaña electoral 2019, posicionado en el lugar
definido por el director de orquesta. Los nichos electorales más importantes
del país eran bastante inaccesibles para Mesa. El occidente era reducto
invariablemente masista, por lo que el énfasis se trasladó al oriente. Santa
Cruz, pese a un sentimiento de despecho, en actitud desprendida, sacrificada y
visionaria le otorgó un respaldo inesperado, sacrificando incluso a
representaciones propias que tuvieron que tragarse papelones del 4%.
Los
resultados 2019, anulados, dicen que Carlos Mesa obtuvo un importantísimo 40% de
la votación nacional. Nadie sabe que porción del total votó por él, por la
propuesta de su partido, o fue un voto antimasista, llamado “voto útil”.
Más de 2
millones de votos, y la situación extraordinaria que vivió el país después de
esas elecciones, imponían la obligación de asumir el liderazgo del bloque
democrático, aglutinar todos los esfuerzos, coordinar y conducir el proceso de
transición a la democracia. La respuesta se limitó a unos pocos videos filmados
en el jardín de su casa, dos días después de cada circunstancia. No pudo, o no
quiso, asumir ningún liderazgo.
Al inicio de
la nueva campaña, en 2020, el primer error y tal vez el determinante para el
futuro fue no asumir de manera honesta el haber sido beneficiario del voto
útil, sumado a alguna tendencia megalómana innata y a un equipo de asesores con
capacidades distintas, el producto fue un candidato incapaz de concertar y
sumar imprescindibles alianzas.
Ni pensar en
conformar un gran proyecto de unidad nacional aprovechando el enorme apoyo que
tenía la nueva Presidente Añez. Una gran apuesta electoral, pero más importante
aún, esta alianza podía aportar muchísima solidez y respaldo político a un
gobierno de transición que definitivamente lo necesitaba. Era una decisión que
requería desprendimiento, visión, valentía y humildad, características particularmente escasas en este personaje.
Camacho fue el héroe de los 21 días. Mesa pudo ser el héroe de los siguientes
365, y el estadista que Bolivia necesita desesperadamente.
Convencido
de ser la única opción para el electorado no masista, y aislado por la
pandemia, desarrolló su campaña en el confort de sus pantuflas y el twitter. Se
subió a la corriente de criticar al gobierno y al anterior gobierno como
propuesta electoral, y apostó todas sus fichas al “noble” pueblo boliviano que
vota por el menos peor.
El resultado
lo conocemos todos. No sé si pudo ser un poquito peor. Concede el triunfo en
base al resultado de una encuestadora, ni siquiera la suya (que le hacía
empatar siempre), no tiene ninguna impronta combativa, resigna al menos dos
escaños solamente por no haber hecho control electoral, entra en el extraño
juego de no impugnar nada, y finalmente, cuando podría abrirse la puerta para
develar el fraude del cual es el más perjudicado, se limita a cuestionar a
quien denuncia.
Publica un comunicado en el que graciosa e
infantilmente echa la culpa de su derrota a los contendientes, anuncia que
asumirá el liderazgo de la oposición, y paradójicamente se allana a jugar con
los resultados y las reglas impuestas por la dictadura. Ha defraudado a miles
de bolivianos, seguidores o no, por que se esperaba una actuación más trascendente
del candidato más importante del bloque democrático.
La pregunta
de fondo es si Carlos Mesa tuvo verdaderamente la voluntad de ganar. No conozco
la respuesta, pero no importa. La sola pregunta es elocuente y patética.
Es inexplicable
que el mejor historiador boliviano no haya podido leer la realidad nacional.
Hector
Castro G. * 06 Noviembre 2020