Bolivia
entera quiere paz. Al menos la inmensa mayoría.
Siempre
quedan los subversivos, los que lucran de la violencia y anarquía.
Afortunadamente son cada vez menos, y pierden espacio y presencia al paso de
los días.
El
movimiento ciudadano por la democracia ha sido, y es, una confluencia de
sentimientos, valores y convicciones. Miles y miles de bolivianos que decidimos
llevar adelante una batalla firme y decidida, pero pacífica.
De alguna
manera, la causa fue contagiando cada vez a más bolivianos. La energía y
determinación de los jóvenes fue el verdadero combustible para llegar a
culminar con éxito lo que comenzó como una aventura sin certeza ni seguridad de
futuro.
Se me ocurre
que la tragedia de la Chiquitania fue el detonante. Despertó a la ciudadanía, y
puso en evidencia la importancia que tiene el tema ambiental en las nuevas
generaciones (hay políticos que hasta el día de hoy no logran ver nada en este
sentido).
La #Pitita,
la solidaridad, la buena vecindad, unas cacerolas, y las redes sociales fueron
herramientas suficientes para sostener de manera improbable un paro de 21 días,
y una resistencia de 15 días más.
La esencia
de este proceso reafirma que “el gran tesoro de la tierra reside en la
personalidad humana”. La circunstancia provocó el afloramiento de convicciones,
razones, pasión, determinación, y especialmente fe.
No es
posible comprender lo sucedido sin tener presente la integralidad del ser
humano. Cuerpo, mente y espíritu. Tuvieron que sumarse los ingredientes
necesarios para despertar cada uno de estos tres planos.
Las amenazas
y las experiencias de hambre, cansancio, dolor, etc. tocaron el plano corporal.
La injusticia, el autoritarismo, la violación de derechos, etc. despertaron la
reacción mental e intelectual.
El miedo, el
sentir en carne propia que nosotros, nuestras familias, nuestros amigos, y
hasta nuestros vecinos y compatriotas estábamos amenazados, provocaron que el
espíritu emerja con el arma contundente: el amor.
Hector Castro G. * 26 Noviembre 2019
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